Los que viven saben que han de morir.
Desde el punto de vista biológico, cada instante de nuestra vida estamos muriendo. Pero no nos gusta recordar esto, porque se acerca el día en que efectivamente moriremos. En esta tierra se hace todo lo posible para tratar de olvidar este final de la vida. Nos desgastamos en el trabajo, nos dispersamos en mil actividades, nos aturdimos en el ocio… Pero el hombre será conducido “al rey de los espantos” (Job 18:14). Aunque la esperanza de vida aumenta en muchos países, el ser humano sigue siendo impotente ante la muerte, y no puede evitarla. ¡Es aterradora para los que no se han reconciliado con Dios, por eso evitan pensar en ella!
El contraste es grande para el creyente que sabe que la muerte ha sido vencida: Jesús “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (2 Timoteo 1:10). Para el creyente, la muerte es el sueño del cuerpo, mientras el alma va a la presencia del Señor. Incluso podemos decir como el apóstol Pablo: “Más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Corintios 5:8). Aunque sepamos que nuestro cuerpo se consume día a día, nos animamos y podemos confiar en las promesas divinas: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo” (Salmo 23:4).
“Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento; antes que se oscurezca el sol, y la luz, y la luna y las estrellas, y vuelvan las nubes tras la lluvia” (Eclesiastés 12:1-2).
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